El cuento de José Ruiseñor
n un pueblo mediano, una vez vivió un niño con el ceño fruncido y los labios sellados. Se llamaba José y todos lo conocían como José Mudo, porque nadie le había oído hablar nunca. Tenía el ceño fruncido porque todo lo que sabía le pesaba mucho en la frente. Sabía que sus hermanos mayores se iban muy temprano. Sabía que andaban muchas horas cada día y que él era el único en casa que tenía un par de zapatos. También sabía que él iba a la escuela, mientras que sus hermanos volvían por la tarde de algún sitio lejano que él no conocía.
Conforme crecía, sus zapatos iban acumulando más y más agujeros, y su ceño se iba hundiendo más y más. Pero José no decía nada. Cada día se levantaba pronto, se calzaba y salía para la escuela. Su maestro le conocía desde que era muy pequeño y sabía que no valía la pena intentar hacerlo hablar. “Cuando estés listo, te escucharemos con gusto”, le decía a menudo.
Los demás niños se burlaron de él solo al principio. Al poco, entendieron que sus burlas no servían de nada, ya que José seguía con su ceño fruncido y sus labios sellados. Decidieron que simplemente era así. En el recreo jugaban al balón, todos contra todos, en un revoltijo de patadas, risas y empujones. En clase, José era buen alumno. Prestaba atención y aprendía las lecciones como la mayoría de sus compañeros.
Aunque en el pueblo todo el mundo sabía que José no hablaba, siempre le saludaban y conversaban con él. La panadera, al verle entrar, le decía “Buenas tardes, chico”. El conductor del microbús le sonreía siempre con un “José, buenos días”. Tanto el bibliotecario como la librera, si se topaban con él entre las estanterías, le guiñaban un ojo y le preguntaban “¿Con qué andas hoy?”. Él les mostraba el libro que estuviera ojeando y ellos le hacían recomendaciones acorde al tema. Con el tiempo, leyó sobre miles de cosas diferentes: dinosaurios, música, arquitectura, inventos, tradiciones de culturas exóticas, insectos singulares, viajes en el tiempo… Su curiosidad no tenía límites. Sin embargo, con cada nuevo hecho que comprendía acerca del mundo, su ceño se fruncía un poco más.
Y así iban pasando los días. Y los meses. Y los años.
Un día, despertó y no pudo abrir los ojos. Su frente pesaba tanto que le era imposible alzar los párpados. Por más que lo intentara, no podía. Así pues, al rato, se incorporó, buscó sus zapatos a tientas y como pudo siguió su rutina de cada día. Al salir a la calle, la vecina lo vio desde el balcón y se lo quedó mirando un rato, hasta que le dijo “Pero, hijo mío, ¿por qué no abres los ojos?”.
José no supo qué hacer. Reconoció a la vecina y entendió que su voz le llegaba desde arriba, que posiblemente estaba asomada al balcón o a una ventana. Pero no sabía cómo explicarle que, por mucho que quisiera, no conseguía abrir los ojos.
Pasaron unos minutos así. José, parado en la calle, frente al balcón desde el que la mujer, en delantal, lo miraba perpleja y en silencio. Para José fueron horas.
Finalmente, cuando la vecina ya iba a darse la vuelta para entrar de nuevo en la casa, oyó una voz que cantaba “No puedo. Ya lo intenté”.
La pobre mujer pegó un salto al comprender por fin que esa voz de barítono preciosa procedía de José Mudo. Él mismo no se explicaba cómo lo logró. El caso fue que con cada nota que surgió de su interior, sintió cómo su frente se iba aliviando ligeramente. Después de eso, José, todavía sin ver nada, se dio media vuelta y siguió su camino.
Hasta llegar a la escuela, se cruzó con dos amigas de su madre, con el lechero, la vendedora de flores y un conocido de sus abuelos. Cada uno de ellos lo saludó, como de costumbre, con un “¡Buenos días, José!” al pasar por su lado. Y todos ellos se sorprendieron sobremanera al recibir una cancioncilla alegre como respuesta que decía “Y usted también los tenga”.
Para cuando llegó a la escuela esa mañana, José ya no era el mismo. Y el mundo que lo rodeaba tampoco. Su frente se sentía muchísimo más liviana. Volvía a ver a través de los ojos entreabiertos. Su confianza en sí mismo casi podía olerse como una fragancia dulce que le envolvía. Y algo reluciente empezaba a formársele en la boca, que se le arqueaba un poco con cada respuesta que daba sin que él se diera cuenta.
Ya en clase de literatura, su compañero de pupitre terminó de leer un párrafo en voz alta. Entonces, como siempre que le llegaba su turno, el maestro le ofreció leer, a sabiendas de que José diría que no con la cabeza. Pero no, ese día no lo hizo. Se quedó quieto un momento y, suavemente, rompió la tensión que se había formado en el aula mientras todos le miraban, esperando su negación, con un fa claro y brillante con el que inició la lectura o, mejor dicho, el canto del siguiente párrafo del libro que nadie más pudo seguir. Todos, incluido el maestro, por mucho que siempre hubiera creído de veras que algún día oiría la voz de José, se quedaron atónitos, boquiabiertos, con la mirada fija en el milagro que estaban presenciando, y olvidaron el libro que tenían enfrente.
Ese fue el día en que José aprendió a cantar, fruto de la necesidad, y los demás aprendieron que todos tenemos algo que decir y nuestra propia manera de hacerlo. A partir de entonces, nadie se volvió a referir a él como José Mudo. En el pueblo, todos lo llaman aún hoy por su nombre y apellido reales: José Ruiseñor.